Narrativa

CASI
Al llegar supe que el frío te había hablado de la colección de libros, del vino de reserva, de nosotros.
Yo no estaba. Nunca estoy cuando hay que evitar que algo se destruya.
Escuché en tu mirada la guerra que te había convencido. No quise decirte del camino que moriría a partir de ahora. Tú ya conoces lo que no regresa, lo que se hunde a un paso de formar parte de tu vida.
Me fui de ese cuarto, que ahora sé que era una carretera con sus líneas discontinuas y un área de servicio a mano izquierda. 
Nunca te volví a ver. 
Me quise adelantar a tu infierno, en el fondo deseaba que se quedará dentro de ti, como un crimen.



La avería no tenía reparación. Lo supo cuando los ojos de él le clavaron la impotencia de la misma rabia que ella sentía.
Era una mañana de noviembre, la casa olía a café y a ropa sucia. Era la hora de hacer lo mismo que ayer pero ninguno quería moverse. Pesaba el aire. Los ruidos que venían de fuera era lo único que sonaba.
Él sintió que ya no la quería. No era la primera vez que lo sentía. Pero esta vez no luchó por negarlo. El frío llenó sus recuerdos, la miró libre por fin de las garras de su atormentado sentir, ya no dolía, la miraba como miraba en el café a quien se la caía un vaso. Como un botellín de perfume vacío, conocía su aroma, lo había usado cuando las calles eran grises, ahora, se había acabado y nadie guarda envases.
Quiso irse de allí, miró a su alrededor, sus libros, su ropa, sus cd, la tv, pensó que sería violento guardar todo eso en cajas y sobretodo las explicaciones, siete años de su vida en ésos objetos, sintió ganas de romperlos contra la pared, pero se sobrepuso. Sólo se iría de allí.
La miró por última vez con toda la muerte de estos años. No dijo nada y cerró la puerta.
Ella se quedó mirando la puerta. No pensaba nada, no sentía nada, no esperaba nada. Durmió abrigada por el silencio. Se despertó al mediodía, entraban rayos de sol por los que volaba el polvo.
Por fin se fue, pensó, ya me dolía ver su cadáver aquí contagiando todo. Culpándome con sus ojos y sus silencios, de su propia muerte. El muy cobarde nunca me odiaba con palabras. Su estúpido romanticismo que temía traicionar. Tal vez yo también fui cobarde… Me envenenó su paz… su lo comprendo todo, perdí mi lengua con sus gotas de lluvia. Mejor así. Un amor cobarde que acabó cobardemente








El tabaco se ha acabado hace ya un rato, como nuestras vidas … pero no puedo decírselo, él sigue aquí con su esperanza, con su colección de botellas, con su puerta abierta, siempre la deja abierta, tal vez espera que alguien se lleve de una vez lo que no pudimos abandonar.  Me mira, esa mirada que dice, sigue lloviendo y el tejado caerá, yo quisiera decirle lo bien que le sienta la derrota, decirle, que no le llamarán, que no importa, que dejaríamos éste lugar con nuestros cuerpos, iríamos juntos,  en paz.  Pero sé que  no querrá.  Habla demasiado de sus días felices, de lo que podría pasar. Y no ve, que ya han cerrado nuestras estaciones, creo que tiene un veneno dentro que le induce a la ceguera.
-Voy a salir, te traeré cigarrillos. Vuelvo pronto.
-Vale.
No sé por qué éste cuarto es mucho más sucio cuando se va. Tal vez un día no vuelva.  Ojalá que un día no vuelva. Así sería más fácil ver morir mis ojos. Y no tendría que soportar prostituirme por ésas miserias.  Pero vendrá con la dulzura en su mirada, y se sentará en su silla en silencio… nunca le importó lo que no hay en la nevera, no, no podría abandonarla, no podría dejarla sola. Pero ojala un día no vuelva.








La lengua que había sido tu pecado, tu pistola, era ahora una escoba que no barría del  improvisto la metralla, que no cortaba del sudor el polvo jadeante, que no llegaba a purgar más mentiras.

- ¿quieres más azúcar?

-sólo quiero saber porque insiste la dulzura en avinagrar el destierro.

Y caían por las paredes los charcos, de pinturas e intentos, como pestañas en suicidio cerraba la luz su alcoba, y ellos se veían como se miran el enterrador y el muerto y se hablaban como lo hace la heroína y la sangre. No sabían las persianas cuánto había costado retener la vida allá dentro.

- Te jactas de ése puñado de sonidos, ya no recuerdas el cristal ni el agua.

- Pero escucha como llora el techo cuando hablas del azul.

La deshora había arrancado su huérfano fulgor y con los platos sucios y los pañuelos de colores ocupándolo todo, siguieron por mucho tiempo, allá, buscando las razones de los cajones abiertos y de las líneas torcidas del suelo.





La historia del pequeño pez


Se aseguró de que las luces estaban apagadas. Le molestaba dar dinero extra a las multinacionales que tantas veces le habían cortado la luz, por unos días de retraso.
Miró los bolsillos de su cazadora, estaba el mechero y esa cajetilla con cinco cigarrillos, cogió las llaves que siempre dejaba en una especie de mesa horrible, sin cajones y que ocupaba mucho espacio y salió.
No sabía dónde ir. Pero no le gustaba saberlo.  Cuando paseaba por las calles sin dirección, se imaginaba historias que nunca vivió  y se liberaba del peso de la aflicción, sentía su ser más absurdo que cuando buscaba el sentido en ese rato, que a veces eran horas de antes del sueño, pero entre caras desconocidas y calles en las que siempre había algún bar con gente que tal vez decidía en ese momento dejar todo y volver a su aldea y plantar patatas y criar cerdos o gente que susurra dulcemente la terrible verdad que guardó durante tantos años y se siente feliz aunque vaya a perderlo todo.
Él amaba a las personas cuando no las conocía, cuando no dirigían sus palabras hacia él, cuando eran como esos vencejos que si caen al suelo ya no vuelan y se mantienen siempre en la lejanía, él le ponía  formas a los nombres que escuchaba, como aquella vez en el café, la chica de al lado de su mesa, le decía al rubio con ojos cansados que estaba a su lado,- pero si Pablo hubiera hecho caso a mamá y a todos, no  estaría ahora como está- , él imaginó enseguida que Pablo llegaría a lo más bello y que no se preocuparía nunca de compartirlo con nadie… que tenía la piel oscura por el sol y que cuando le discutían sonreía y soñaba con plazas con rusos tocando el acordeón.
Hoy estaba más viejo que ayer, había llegado ese disparo incomprensible que le llevaba a una tristeza insociable para su comprensión.  Sintió cuando cruzaba por el paso de cebra, un recuerdo que tenía forma de sombra y sabor a desierto,  No tenía palabras, ni siquiera imágenes, pero él lo conocía muy bien, era el mismo golpe que hace años le había llevado a abandonar su trabajo y el abedul de su casa, intentó sosegarse, quiso creer que había vuelto para retomar su vieja lucha que ahora volvía a la memoria como una secuencia fugaz pero nítida, pensó que dónde estuvo en todo este tiempo, sintió que era imposible haber vivido sin esa parte suya, que ahora ocupa la totalidad de su respiración.
Por una vez paseó, tan inmerso en sí que el paisaje que lo rodeaba no tenía ninguna importancia, no determinaría  sus sensaciones hoy.
Le entró la prisa por llegar al centro de sí mismo, por sentir su vida paso en paso, y comprender qué era aquello que había desestructurado su vulnerable calma que tanto había luchado por mantener.  Sintió que había sido una falsedad la estructura que le permitía vivir en estos años.  Supo que ya no podría mantenerse más en esa cuerda, de colores y fantasías que le hacían escapar, de lo que ahora, había renacido como un rayo por azar en su alma.
Se prometió seguir el impulso de enfrentar su mente con esos fantasmas. No escaparía. No dejaría otra vez a la huida el lugar.  Recordó puentes verdes e imágenes de cafeteras echando fuera el vapor. Miró a su alrededor, estaba en la calle de la estación, había un banco de piedra en el que se sentó.  Pensó que no habría ninguna acción de su vida que pudiera solventar o hacer entender esta amarga inyección del aire gris. Sintió que todo estaba dentro de sí, tan dentro que no lo podría tocar y  nadie aseguraría que existía en verdad.
Entonces estaba más cerca esa carrera con sus siete años en protesta por la mentira de sus padres, veía a la playa que quedaba atrás, y a su madre gritando su nombre, desencajando su boca como si la histeria se la fuera a comer, él sólo corría, no quería volver y ese día dejó para siempre de confiar en las personas que conocía, por ese motivo, prefería dibujar él mismo los rasgos de los que se enamoraría sin dudar que eran reales, sin temer ser traicionado, sin esperar nada a cambio.
Ahora necesitaba un poco de todo lo que había sido su vida, no los grandes sucesos, como aquél en el que le echaron de la escuela, no, las grandes cosas a él nunca le dijeron nada, ni fueron el núcleo de nada. Por eso la tristeza de hoy, era para él mucho más importante que todo lo tangible, pues pertenecía al orden del silencio, el atroz que embauca y sacude a pesar de la razón y la voluntad, pensando de este modo, el desastre que le sugirió ésa sensación, no era ahora tan hiriente, era absurdo, como absurdo había sido el proceso de salir de casa y cerrar la puerta o la entrevista de hace cuatro años, en el que consiguió un contrato indefinido.. ¿indefinido? Le asustaba esa palabra y todo lo que implicaba lo eterno.
Pero ahora que se sentía como un náufrago con esmoquin víctima de un estúpido engaño en el que ni siquiera había sufrido ni había protestado, podía por fin mirar vaciarse la creencia de la que había bebido cada mañana para despertarse y lavarse las manos y la cara, e ir al trabajo y conversar con los clientes con una sonrisa tan irónica como el día que su intento de suicidio fracasó y en su fracaso entendió que la vida era tan estúpida que sería impropio molestarse para darle fin.
Ahora no hacía falta amargar su sensación de ser con su deseo de ser, todo estaba equilibrado en el no soy, no entiendo, no quiero entender, en el es una hoja volando sobre mi cabeza, es otoño y sé que va a llover, no sólo lo dijo el parte meteorológico, lo dicen esas gotas que están cayendo sobre mí.
Es curioso, como va perdiendo importancia el deslizarse hacia la pérdida, él no sabe muy bien cuando su yo, deja de ser yo, para ser un producto de lo que su yo no es, como si fuera posible que algo de lo que sentía perteneciera a otro, a la vida de un ferroviario cuando cerraban la estación en la madrugada y tenía que volver a su cuarto de motel, por ejemplo.
Los instantes que provocan el tránsito irremediable y el olvido, atacaban a su corazón cada cierto tiempo, no tenían ningún orden ni podían prevenirse, así que ahora que aún seguía sentado frente a la estación, ya no parecía tener importancia para él, ese recuerdo, ese mareo de su inconsciente, aunque sigilosamente había despertado en él, otra vez el ansia de expandirse sobre sí mismo y dejar de pertenecer a lo seguro.
Estaba allí absorto, mientras salían y entraban personas con maletas o apretando las manos contra los bolsillos como si protegieran mucho dinero, era un día más sobre el paisaje de lo cotidiano en la ciudad, esos mismos pasajeros, mañana serían sustituidos por otros diferentes y no importará, para él nunca importaba, si era un Fiat o un Renault el que tocaba el claxon con persistencia, o eran los árboles de la calle Peláez o los de la plaza de Las Palomas, para él la ciudad tenía un espíritu que lo masticaba y lo liberaba, sus circunstancias, su ruido, sus gentes, eran sólo estética sin importancia.
Recordó el agua fría y las piedras del río clavándose en sus pies, sintió la limpieza de haber estado alguna vez, en la vida, sencillamente, sintió nostalgia por aquel río enconclavado entre montañas, y por sus 20 años de sueños azules y fuerza para decir no y para no seguir la dirección de los que proclamaban direcciones a los demás, y de los que seguramente por ese motivo no poseían ninguna fiable.
Decidió seguir andando. La nostalgia se había metido en su pecho, como si su juventud le llamara y su tristeza fuera un caldo en invierno
El horizonte que se había vuelto el edificio del ayuntamiento le causó claustrofobia, entonces siguió rápidamente pasando por calles que había pasado cientos de veces, para irse a las afueras de las afueras, en las que apenas había edificios. Y la naturaleza parecía ser más feliz.
Allí sintió su cuerpo expulsando la ciudad que al fin y al cabo amaba. Y otra vez, sin darse cuenta, alejó para siempre lo que había podido ser y lo que fue al parar aquí . Huía sin huir por aquel recuerdo, que venía disfrazado de alquitrán, con alas de pájaro, para exiliarle una y otra vez de lo que conseguía.
Así fue quedando cada vez más lejana la ciudad, mientras él, volvía a soñar con rostros a los que amar y bares abuhardillados con chimeneas y buena música, y kilómetros de prados con nada suyo y todo a la vez, iba ligero, como si hubiera acabado de morir, iba feliz como cuando era niño y descubría un nuevo árbol o como aquella vez que corrió tanto que nunca más nadie lo encontró.