Quiero escribir y el dolor dice que ya le he escrito demasiado. Entonces queda el vacío y la ausencia, los lapiceros huérfanos del papel, el sin sentido de los tiempos verbales detenidos, el crimen sin ojos que condenen, la caída, el regreso a la cama de ortigas, al llanto desbordado en las mesas del café, el deambular por las calles del olvido.
Cuando quema tanto que creo que miente todo espasmo y abandono la idea antes de hacerse legible y me sumerjo en renuncias y quiero y no puedo escribir y se abre la jaula y entran las lenguas y siento la pesadez de lo que no se mueve en todo el cerebro, y el sangrar tratando de dejar esbozos de palabras que alcancen a simular una muerte, y quiero escribir y hacer real la idea de poesía que está lejos y a veces sólo es recuerdo, y no me conformo con éste triste ejercicio de voces que me alejan de lo que quería escribir.
Quería escribir poniéndole un hospital a la ausencia con un celador que lee a Rimbaud a los enfermos, un hospital que medique con peyote y a los que van a morir les hablen de las flores de la antártida y de las prisas de los salmones.
Pero hoy sólo puedo escribir lo que no quiero escribir.